Aschenputtel, Cendrillon, Cinderella, Cenerentola,
Cenicienta… ¡Si ya nos lo sabemos de memoria!, diréis. Y no os quito razón ninguna. No, no os voy a contar la historia de nuestra
Ceni querida. ¿O sí?

Sin embargo, el relato de los hermanos Grimm (de 1812) es algo más
cruel y salvaje, con un pajarillo que concede los deseos de la niña que llora
sobre la tumba de su madre y una sádica madrastra que mutila los dedos de los
pies y los talones de sus hijas para poder calzarlas bien el zapato. El hada,
la calabaza y el final feliz se lo queda Disney, pues en la adaptación alemana la madrastra y
las hermanastras son condenadas a muerte.

Pero hoy os quiero contar una versión
mucho más ‘burlona y divertida’, y lo hago de la mano de Roald Dahl. ¿Os suena, verdad?. Los
Gremlins (1943), Charlie y la fábrica
de Chocolate (1964) o Matilda (1988).
Sin duda, uno de los mejores escritores de relatos ‘para todos los públicos’.
En Cuentos en verso para niños
perversos (1982), Roald Dahl reinventa seis de los cuentos populares
más famosos que conocemos, volviendo de algún modo a recuperar la perversidad
que tenían muchos de estos clásicos en la tradición oral, con versos traviesos e inesperados, que parodian el “vivieron
felices y comieron perdices”, mostrándonos a unos personajes que poco tienen
que ver con la visión a la que estamos acostumbrados de niñas y princesas inocentes
y desvalidas.
Una satírica Blancanieves, que se convierte en el ama de llaves del edificio
donde viven unos enanitos adictos a las apuestas; Caperucita Roja es una psicópata francotiradora que colecciona abrigos de piel de lobo, nuestra Cenicienta, termina siendo la esposa de un fabricante de mermelada y
el príncipe… ¿El príncipe? bueno, mejor lo comprobáis vosotros mismos.
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